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Cuando ha transcurrido media década del surgimiento del G-20, aquel grupo de cineastas autoconvocados bajo la idea de conseguir la renovación del audiovisual nacional, hoy sus demandas son más urgentes que nunca.

Texto cedido por su autora Susadny González Rodríguez y por Inter Press Service Cuba, donde fue publicado.

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Documentos G-20En mayo de 1991, la decisión unilateral de un segmento ortodoxo del Gobierno cubano intentó desmantelar el primer proyecto cultural fundado por la Revolución: el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). En respuesta a ello, un grupo de 18 cineastas se movilizó para tratar de abolir el funesto decreto que rezumaba los vicios de un dogma enquistado, justo cuando la isla buscaba mantenerse a flote, aislada no ya por su insularidad, sino frente a la soledad a la que quedó confinada tras el desplome del campo socialista.

En medio de otro reciclaje sistémico, la historia pareciera cumplir un ciclo y sus expresiones residuales son la certeza de que “algunos temas de ayer perduran como cuentas pendientes”, según expresa la doctora Graziella Pogolotti, en su célebre compilación Polémicas culturales de los 60.

El 4 de mayo de 2013, el capitalino Centro Cultural Fresa y Chocolate acogió el encuentro fundacional de otro grupo de cineastas, que inmediatamente después se autodenominó G-20, dispuesto a proteger, otra vez de las fauces de la burocracia, el mismo proyecto cultural, un tanto más desfasado para los tiempos que hoy corren.

“Instituidos” para representar al gremio, el G-20 se dedicó a abogar, entre otras causas, por la promulgación de una ley cinematográfica donde se reconozcan todas las partes (estatales e independientes) en un sistema único y diverso, coherente con la práctica universal.

A pesar de haber sido una de las primeras naciones de Latinoamérica en contar con el apoyo estatal que favoreció un cine renovador y de vanguardia, Cuba no ha reformulado su legislación (No. 169), que permitió en 1959 la creación del ICAIC, bajo el precepto todavía vigente que reconoce el carácter dual del cine, como arte e industria.

A la luz de estos cinco años, propongo una lectura de lo que he llamado “la herejía del G-20”, a partir de sus objetivos, formas de institucionalización y relación particular con el sistema político.

Apelo a los testimonios inéditos de algunos de sus integrantes (Magda González, Rebeca Chávez, Lourdes de los Santos, Claudia Calviño, Pedro Luis Rodríguez y Arturo Arango, entrevistados entre el verano y finales de 2015, por lo cual he cambiado los tiempos verbales), que formaron parte del núcleo más estable de este colectivo, renovado en varias ocasiones y cuya permanencia se fue diluyendo en una suerte de hibernación en medio de los recelos y desplantes de los interlocutores gubernamentales, hasta decretar su desintegración en enero de 2016. ´

La coyuntura regional

El alumbramiento de este colectivo no puede valorarse separado de una serie de factores vinculados al panorama regional, a las transformaciones estructurales desencadenadas en Cuba y a la realidad que vive el cine cubano y su Instituto; puesto que la acción de cualquier expresión asociativa está acotada a una coyuntura específica que determina y constriñe sus alcances.

Con la entrada al siglo XXI, en América Latina se desató una mutación legislativa sin precedentes en materia de políticas audiovisuales, que coincidió con una sucesión de procesos democráticos y la llegada al poder de gobiernos de izquierda. En medio de esta recomposición de la institucionalidad estatal en cada país, la concreción paulatina de políticas cinematográficas visibilizó a actores sociales capaces de diseñar modos de interpelar y resarcir las relaciones Estado-ciudadanía.

Detrás de los marcos legales (de Bolivia, Argentina, Brasil, México, Perú, Venezuela, México o Ecuador) está la historia incompleta de la comunidad cinematográfica, de su sólida tradición asociativa (sobre todo en contextos de crisis) en la escena pública.

En lo que a Cuba concierne, al interior de nuestra isla se vivía, desde 2008, una alteración material y simbólica que repercute a todos los niveles, incluido el ámbito cinematográfico: la actualización del modelo estado-céntrico. Una reforma que postergó el rediseño de la institucionalidad y obliga hoy a repensar “lo público” como un proceso pendiente de construcción, que concierne al Estado y a la sociedad, sin ignorar la emergencia de otros actores fruto de esa misma reestructuración.

Cual suma dialéctica, a este momento le siguió otro “de apertura y reconciliación” con Estados Unidos de América, que impone desde entonces nuevos desafíos a la cultura y al audiovisual en particular, donde se juega una batalla ideológica en medio del colonialismo cultural que amenaza esas miradas diversas de nuestra cotidianidad.

En este horizonte, la cultura pareció haber quedado en el epicentro y, dentro de ella, su primogénito ICAIC: atrincherado entre el institucionalismo y sus fórmulas caducas, luego de no pocas crisis y etapas de reconfiguración, confrontaciones ideológicas y estéticas en torno a la libertad de creación o frente a expresiones dogmáticas dentro del campo cultural cubano; unido a un aparato ineficaz, con un sistema de venta y distribución limitada, sin obviar la exhibición y los desafíos que impone el atraso tecnológico de la gran mayoría de las salas.

Frente a ello, se fue gestando un cine al margen de la productora por excelencia, sin reconocimiento legal, con un discurso generacional y formas de hacer más flexibles y participativas.

Este raudo fotograma pone en perspectiva las exigencias del grupo y delinea una situación completamente diferente a la de hace casi seis décadas. El Estado no solo dejó de ser el mecenas que sustentaba toda la producción, también luce imposibilitado para articular la existencia de esos nuevos realizadores que conforman la dinámica audiovisual, lo cual deriva en prohibiciones y censuras en zonas sensibles de la creación y el consumo del arte, como denunció el propio G-20 en 2015.

Pese a ello, el ICAIC ha mantenido inamovibles sus líneas de trabajo. Si algún cambio sustancial experimentó en estos años (más allá de la sucesión de sus cuatro presidentes) fue la pérdida de su relativa autonomía —permanece bajo la dependencia del Ministerio de Cultura—, remedo de la concepción administrativa-burocrática asumida en la pasada década del setenta.

¿Cómo reaccionamos a esto?

El nacimiento del G-20 también está indexado a otros elementos subjetivos relacionados con su derecho a “participar en todos los planes y acciones que se proyecten para el cine cubano” que ellos han ayudado a legitimar, como suscribieron en su “Acta de nacimiento” (2013).

Detrás de su agencia estaba la insatisfacción acumulada, la impaciencia, la inconformidad con la gestión institucional y la angustia por el futuro del séptimo arte, que se acrecentó tras la muerte de Alfredo Guevara en abril de 2013.

En medio de ese vacío espiritual y físico, la Comisión Permanente para la Implementación y Desarrollo de los Lineamientos Económicos acordó priorizar al ICAIC para un diagnóstico y reestructuración, y designó a un Grupo Temporal de Trabajo (GTT), presidido por funcionarios y solo dos cineastas: los directores Manuel Pérez Paredes (Premio Nacional de Cine) y Jorge Luis Sánchez.

Aquella flagrante exclusión —con sus dos excepciones seleccionadas por la institución— motivó días después la “Carta abierta a los cineastas cubanos”, en la que el director Enrique Álvarez apostaba al compromiso del intelectual: “¿Cómo reaccionamos a esto? ¿Y cómo al vacío que dejan atrás los fundadores?”. Y concluía rotundo: “Yo no puedo convocar a nadie, pero sí reclamo que nos convoquen”.

En palabras de la directora Magda González Grau, la materialización de este grupo “fue un reclamo de participación en medio de las transformaciones que ellos estaban diseñando desde antes”, una reacción espontánea e inmediata ante la exclusión consumada por las altas esferas.

La muerte de Guevara, incluso la del productor Camilo Vives, y la referida carta, podrían pensarse como catalizadores de una intención que ya se percibía.

El encuentro de mayo fue también el correlato de los esfuerzos de cineastas con un fuerte sentido de pertenencia con el ICAIC (Rebeca Chávez, Manolo Pérez, Fernando Pérez, Daniel Díaz Torres, entre otros), que desde 2011 se habían acercado a la dirección de la institución para denunciar esa propensión al verticalismo que suprime toda participación real de los implicados, y para hablar de la desaparición de los Grupos de Creación surgidos en la pasada década del ochenta, del uso del capital del Estado en proyectos que podían ser perfectibles, o de cómo las producciones no precisamente artísticas se convertían en millonarias a partir de un aparato burocrático que se sostenía a su costa, mientras aumentaban los presupuestos. Sin mencionar una ley de cine per se, abogaban por la transformación del ICAIC y del cine cubano.

Por otra parte, el Instituto había llegado al nuevo siglo presidido por una nueva directiva, en cuyo mandato se suprimieron instancias de participación internas (Comité de Proyectos, Consejo Artístico) que involucraban a los creadores en el diseño de los diferentes procesos de un filme. Hasta que se perdió el diálogo.

En medio de estas advertencias ignoradas, sobrevino el trabajo de las comisiones con miras al VII Congreso de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), celebrado en 2008. Se realizó entonces un diagnóstico en conjunto entre los cineastas y el ICAIC, donde se radiografiaba el estado crítico de la industria y proponían medidas concretas.

El documento “Propuestas para una renovación del cine cubano”, aprobado y considerado como parte de los temas centrales del cónclave, sencillamente se engavetó “cuando se apagaron las luces y las cámaras del evento”, asegura Magda. Vale decir que se ensayaron acciones por parte de la institucionalidad estatal, azuzadas por los propios realizadores. Entre ellas, un borrador del decreto-ley para el reconocimiento del creador audiovisual, revisado, enriquecido y varias veces discutido. Desde 2013 aguarda por su aprobación, como también esperan por su implementación otras iniciativas para la transformación del ICAIC, pensadas por especialistas desde entonces.

La identidad más visible

En poco menos de tres años, el G-20 logró constituirse como una de las identidades colectivas más visibles en el universo asociativo cubano, algo que resulta inexplicable en otros círculos de pensamiento, y responde a las formas de organización del cine, un arte colectivo. También se debió al reconocimiento como interlocutores legítimos del sistema, en una dinámica de cooperación/conflicto con los “otros”.

Convengamos con la socióloga Velia Cecilia Bobes en que parte de las posibilidades para producir rupturas desde abajo dependen de las reservas culturales presentes en los repertorios simbólicos a los cuales los grupos apelan. Este capital acumulado, que se actualiza y enriquece en las interacciones con la institucionalidad estatal, es posible constatarlo en la irreverencia del colectivo frente a la burocratización, en su capacidad para la crítica —mediante declaraciones calificadas de “incendiarias”—, un recurso que les permitió cuestionar el inmovilismo y las debilidades del sistema cultural que se contradicen con el discurso del cambio. Pero se puede constatar también cuando se revisita esa tradición de irreverencia, de “derecho al desacuerdo”, que legó candentes polémicas.

“Los cineastas desde muy temprano evidenciaron una mirada particular, aguda y participante para relacionarse con la sociedad, a través de pronunciamientos, análisis y denuncias contra el realismo socialista, contra el dogmatismo. El ICAIC se fundó contando con los cineastas de ese instante. Está relatada por Alfredo la intensa participación de Titón, Julio y Santiago, ideas convertidas y contenidas en los por cuantos de la ley”, argumenta Rebeca Chávez, quien rememora como un antecedente de este grupo la tensión que se produjo entre la dirección política del país y cineastas (motivo de desconfianza), al oponerse (carta mediante al entonces Ministro de Cultura, Armando Hart) a una decisión inaceptable convertida en un criterio de “política cultural”.

Rebeca Chávez: En 1991 salió en los periódicos un Decreto del Consejo de Ministros que planteaba iniciar el estudio y camino para desintegrar el ICAIC y unirlo al ICRT y a la Fílmica del MINFAR. Ese comunicado desató una crisis y la formación de lo que se conoció como el grupo de los 18. Nos fuimos encontrando espontáneamente para analizar qué podíamos hacer para evitar aquel error. Guardo esos días como una experiencia única en un momento tan crítico del llamado Período Especial. Fue ejemplar la unidad en la diversidad. Se puso el acento en lo esencial, el ICAIC y su concepción, que sabíamos no era perfecto. Ni Titón, ni Humberto, ni Santiago, tampoco Manolo Pérez, Ambrosio Fornet, Senel Paz o Daniel Díaz Torres ponían por delante su obra, su particular estética, o las diferencias personales llenas o no de matices, que las había, y muchas. Se impuso el debate, que permitió articularnos con inteligencia frente a un Decreto y a un prejuicio que 20 años después tiene expresiones residuales.

Lo anterior guarda relación con la estructura del G-20, que apostó estratégicamente por la representatividad, de donde emergió la voz de la mujer, en una sociedad y una industria marcadamente patriarcal, donde ellas han sido relegadas a espacios como el diseño de vestuario, la actuación y la edición. En esta heterogeneidad fue determinante el componente generacional, pues confluyeron al menos tres generaciones distinguibles.

Magda González Grau: Esa confluencia de edades, estéticas, orígenes, era algo sin precedentes y me gustaba la idea de que tuviéramos que ponernos de acuerdo en muchas cosas esenciales. Siempre he confiado en que de la confrontación de puntos de vista salen las mejores ideas y eso podía ser un modelo de trabajo no solo para el cine, sino para nuestra sociedad, donde se ha perdido la costumbre del diálogo, de escuchar y tener en cuenta una opinión diferente.

Semejante diversidad también se expresaba en las motivaciones para participar, que iba desde la idea utópica del cine cubano, hasta el interés por sacar adelante la propia obra o incluso aquellos que, más allá de una ley, “militaban” por el modelo de participación que proponía el G-20 desde su asamblea. Este entramado de objetivos personales (que influye en las aportaciones desiguales) no invalida los intereses comunes negociados al interior de ese espacio deliberativo que derivó en el reconocimiento de un “nosotros”. Pero sí hace pensar en la relación costo-beneficios de la participación. A fin de cuentas, toda experiencia participativa está sujeta a un tiempo finito que exige una satisfacción al menos instrumental. No es casual que por el grupo pasaran varios cineastas que perdieron la fe en el proceso.

“En dos años vi a los cineastas reunirse, proponiendo ideas en reuniones apasionadas y no veía que pasara algo. Estar era un compromiso ético, de responsabilidad profesional, pero a veces sentías que estaban jugando con uno”, dice la productora Claudia Calviño.

A la larga, la falta de resultados hizo mella en el activismo, hasta conducir a la desaparición del colectivo. Sumémosle a ello los prejuicios de quienes consideraron en un inicio al G-20 un “movimiento anti-ICAIC”, a pesar de la distinción referida en su acta fundacional, donde reconocen al instituto “como el organismo estatal rector de la actividad cinematográfica cubana”.

La dinámica con las instituciones obligó al G-20 a operar en medio de una “vigilancia” para preservar ese “nosotros” y resguardar el espacio organizativo donde se reafirmaban como identidad grupal. Ello supuso construir continuamente su “permanencia”, como todo grupo que enfrenta fases de cohesión y decadencia en calidad de identidad contingente.

Esto no implicó, necesariamente, una ruptura con el sistema ni sus intereses, sino “con un método para reformular el cine cubano que se ha probado incompleto”, como diría Rebeca. Lo cual habla de una lealtad hacia los aparatos del Estado encargados de resolver las demandas ciudadanas.

Magda González: Al principio fue muy duro. Trataron de disolvernos con varias estrategias. Se nos acusó de querer acabar con las instituciones, de promover posiciones encontradas con el sistema. Con lo único que no podemos estar de acuerdo es en la lentitud de los procesos, pues este sistema ha defendido siempre que la ideología es el sostén del país. Y en esta coyuntura es más importante fortalecer el audiovisual, donde hoy se decide la batalla cultural. Nuestra impaciencia está guiada por la preocupación con el destino de este país.

Pedro Luis: Es muy fácil estigmatizar un proceso como este. A pesar de que nuestros documentos eran sintéticos, y estaba la esencia de quiénes somos y qué queremos, fueron malinterpretados, se notaba la desinformación en las altas esferas. Nos encaminamos por la metodología del Estado y pensamos que se estaba avanzando, pero el diálogo se fue cortando en los últimos meses. Si algo no se nos puede señalar es habernos saltado los canales que el país ha dispuesto para participar. Que el propio país no esté preparado para que un grupo de artista use esos canales, es otra cosa.

¿Cuáles eran los límites de su participación?

Lourdes de los Santos: Que no era decisoria. Deliberativa, pero a la hora de elevar el resultado, no estábamos nosotros. Se llegaba a un consenso, aceptaban nuestras propuestas, pero en otras instancias discutían los oficialmente designados. Nuestra voz se iba quedando a mitad del camino, creo que con toda intención.

A diferencia de experiencias de este tipo en el continente, donde se involucra la actividad gubernamental y la ciudadanía, no podríamos alabar la transparencia por parte de la primera, mucho menos su voluntad de inmiscuir a la segunda. Y en ello influye, como elemento paralizante, la centralidad y verticalidad del sistema institucional cubano.

Las relaciones entre el Estado, su aparato institucional y el G-20 estuvieron matizadas por la ambigüedad que denotan los calificativos recuperados de sus testimonios: rostro camuflado, interlocutor virtual, burócratas, alguien a quien no tenemos acceso. En torno a esas “figuras” (que encarnan a funcionarios del ICAIC, el GTT, el Ministerio de Cultura y la UNEAC), los cineastas fueron construyendo una imagen sancionada por el ritmo de trabajo: dilaciones, vaivenes; y sus modos: verticales, dogmáticos, reticentes.

Una certeza de ello tuvo lugar en el contexto del VIII Congreso de la UNEAC.

Los realizadores pretendían que la institución respaldara el documento “Necesidad y utilidad de una ley de cine”, presentado y aprobado en una de las comisiones. Pero la UNEAC se limitó a decir que los acompañaría en la transformación del sistema de cine cubano. “No mencionaron explícitamente que abogaban por una ley de cine. Eso fue para nosotros un paso atrás”, recuerda la documentalista Lourdes de los Santos.

A partir de entonces, se volvió notable el impás de las instituciones. El congreso no solo sepultó la demanda de una legislación; dejó, en opinión de Rebeca Chávez, “una imagen distorsionada, interesada y construida del grupo”.

Un camino diferente

El inventario de resultados del G-20 podría resumirse así: después de casi 80 reuniones de trabajo y asambleas abiertas, los cineastas restituyeron el diálogo con el Instituto, lograron cambiar el título al proceso.

En opinión de Magda, esa fue “una victoria conceptual: que se entendiera que la reestructuración no implicaba solo al ICAIC, sino al cine cubano como un sistema con otros factores ajenos (productoras independientes) que podían interrelacionarse con el ICAIC de una manera natural”.

A niveles más pequeños, “por primera vez dos proyectos independientes aplicaron al programa Ibermedia a través de Cuba, con la documentación que debe aportar el instituto de cine. Algo inédito que debemos al diálogo con el ICAIC, afirma Claudia Calviño, “aunque debe hacer más en un tema como los permisos de rodaje. Se ha vuelto muy difícil para las producciones independientes acceder a las autorizaciones, que solo se dan a través de las instituciones oficiales”.

En enero de 2015, el grupo entregó el “Diagnóstico y políticas para la transformación del cine cubano”.

“Luego de tantos cambios, el ICAIC se puso en nuestras manos. Pasamos mucho trabajo para lograr la formulación metodológica precisa, que es muy burocrática. Al final, 80 por  ciento de ese documento lo hicimos nosotros y allí está la totalidad de nuestras demandas. Es algo que nunca hemos dicho, pero si se aprueba es casi una ley de cine”, revela Arango. “En unos de sus acápites se propone derogar la Ley 169, y aprobar una ley de cine”.

¿Qué estaba en juego en este proceso?

Claudia Calviño: Una ley de cine, que es el mecanismo para darle al cine nacional el primer lugar, y a los cineastas cubanos un espacio de preponderancia. Siempre estará el pensamiento relacionado con el control de contenido, qué imagen queremos promover de Cuba, pero nada es peor que una invasión de películas de adolescentes americanos. Eso tiene más carga ideológica que cualquier crítica hecha por un cubano.

Rebeca Chávez: Volver a las ideas y a los caminos que pusieron a Cuba en el mapa del mundo y hacerlo con los nuevos retos y misterios de ahora. Recuperar aquel papel de primera línea en un escenario de efervescencia de ideas, de obras, de sueños, utopías que Cuba conoció y desarrolló.

Tan importante como los resultados concretos, son los significados simbólicos que se desprenden de la existencia del G-20. La capacidad de concertar un diálogo y negociar sus demandas, constituyó uno de los fundamentos de su legitimidad, que sienta un precedente para modificar las reglas de ese diálogo con la institucionalidad estatal, lo que de por sí implicó un desafío.

“Hemos planteado un camino diferente al que siempre ha tomado este país, diferente a la manera en que institucionalmente hay que expresarse. Desde que empezamos, teníamos claro que estábamos inmersos en un ejercicio de participación atípico para lo que acostumbra el sistema de dirección. Hay un costo político en que algo como esto no llegue a buen puerto. Si esta prueba de participación falla, realmente la señal que se está dando es que la participación no es real, no es posible el diálogo”, me decía Pedro Luis en el verano de 2015.

A finales de ese mismo año interpelé al guionista Arturo Arango:

¿Has contemplado que esta discusión podría ser en vano?

Arturo Arango: No. Porque en las circunstancias actuales de Cuba es imposible que no se haga nada con esto. Tú no puedes desconocer que gran parte del cine cubano se hace fuera del ICAIC. Que el ICAIC ya no es el protagonista del cine cubano, ni tiene herramientas para recuperar su protagonismo. En términos económicos, le sobran 600 trabajadores en plantilla; eso tiene paralizada su transformación, el hecho de tener que echar a esas personas a la calle. Lo peor que puede pasar es que las medidas que se tomen contradigan lo que queremos y entonces habría que oponerse a eso. No descarto incluso que haya una respuesta neoliberal: de «para qué queremos el ICAIC si tenemos cineastas independientes.”

Bajo esta lógica, la “insubordinación” del G-20 dejó en entredicho la racionalidad del aparato estatal, al demostrar que existen alternativas que pasan por la articulación Estado-sociedad en un intento por sortear los límites impuestos a la participación.

La articulación de este grupo prefigura una gama de tensiones e interacciones (en otros ámbitos) con el Estado, que otra vez desperdició la oportunidad de expandir las consecuencias de la participación en los asuntos públicos. Todo esto, en un momento político definitorio, donde se aspira a actualizar el modelo en medio del cambio generacional abocado a reconstruir el consenso entre la falsa unanimidad que prevalece.

Tras la extinción del grupo, se quebró el puente que comenzaron a erigir hace cinco años. La desesperanza es aún mayor porque, como explicó Arango en un artículo reciente, “los organismos que deben ocuparse del cine ya no tienen forma efectiva, real, de relacionarse con los artistas del audiovisual”.

Un desamparo que se acrecienta en medio de la “accidentada mutación” del sistema, que echa de menos instrumentos jurídicos, políticos y reglas de acceso al aparato estatal. Mientras tanto, la demanda de una ley de cine, de un fondo de fomento, una comisión fílmica, el reconocimiento legal de los “independientes” y otras iniciativas que pueden favorecer la creación, han pasado a engrosar ese “acumulado histórico de posposiciones” soslayadas bajo la justificación de que “ahora no es el momento”.

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