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Con mucha frecuencia aquellos interesados en las dinámicas que mueven el audiovisual cubano se preguntan cómo es posible que se pueda filmar hoy en Cuba.

Resulta complicado explicar y, aún más, entender todas las vicisitudes, mecanismos o sacrificios que deben seguir los realizadores para conseguir rodar sus cortos, documentales o filmes.

Y es que, junto al modelo de producción estatal fundado en 1959 alrededor del ICAIC, existen decenas de entidades independientes, mayormente ilegales que se dedican a gestar y llevar a término todo tipo de proyectos audiovisuales. No solo las hay consagradas a producir directamente una película o video sino, también, algunas ocupadas exclusivamente a labores de posproducción digital o corrección de imágenes.

Igualmente, hay talentosos creadores que, bajo su propio sello, son contratados para ocuparse de todo el apartado sonoro de un filme, mientras que otros se limitan a rentar equipos como drones, grúas y cámaras. Están los que ofrecen servicios especializados en promoción y márketing, pero también encuentras a reconocidos directores de fotografía o editores envueltos tanto en proyectos oficiales, como alternativos.

No es sencillo ni tampoco fácil rodar en Cuba, sobre todo si se es cubano. El asunto de conseguir los permisos de rodaje para ciertos espacios públicos, en la costa o el cielo de nuestras ciudades, recaba paciencia y energías positivas. Filmar dentro de una escuela, hospital, clínica, estación de policía u organismo del Estado, es prácticamente imposible. Son espacios sagrados cuya representación visual debe ser impoluta.

Los guiones con médicos alcohólicos, policías que ejerzan violencia doméstica o ministros corruptos difícilmente serán aceptados. No puede haber acercamientos críticos a los líderes del país y, si de la Historia o héroes se trata, estos deben ser representados de manera épica y laudatoria.

Nuestros cineastas deben además lidiar contra la burocracia, la censura, los prejuicios, las incertidumbres existenciales, el coste de la vida y la falta de visión a la hora de valorar el impacto cultural de sus obras, que son muchas de ellas silenciadas o precariamente exhibidas. Cuando escuchamos los relatos detrás de cada película uno pudiera pensar que los cineastas cubanos son irremediablemente masoquistas. Cada filme conlleva su cuota de sacrificio y dolor, por eso pudiera también decirse que en Cuba solo se hace cine por amor al arte.

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El ICAIC a través de la Muestra Joven, el Ministerio de Cultura o la Asociación Hermanos Saiz con sus becas de creación, ofrecen ayudas para unos pocos proyectos que le son afines. Como esto resulta insuficiente y no hay un fondo estable consagrado a la producción fílmica nacional, cada artista debe gestionar sus propios recursos. Estos pueden obtenerse aplicando a festivales, programas para el fomento audiovisual, convocatorias o concursos de los tantos que hay por el mundo. Pueden venir de productoras reconocidas o  alternativas, y no importará mucho si son fondos privados, procedentes de capitales familiares, de una embajada, un grupo de amigos, un centro cultural, una fundación o una ONG.

En la Muestra Joven del ICAIC y el Festival de Cine Pobre de Gibara pudieron verse, nuevamente, representantes del sector privado cubano: empresarios, artistas, diseñadores o gerentes interesados en financiar películas, otorgar premios o invertir su capital en estos eventos. Se trata de una práctica universal, pero que en nuestro entorno aún está en ciernes.

Todo vale, cualquier colaboración es útil y será siempre bien recibida. Pero eso implica una enorme responsabilidad y riesgo. Detrás de cada película hay medio mundo, a veces desconocido o virtual que, para algunos escépticos, puede “contaminar” la procedencia del dinero y las intenciones del realizador. También involucra  fuerzas humanas, técnicas o artísticas procedentes de múltiples espacios, intereses o naciones.

Las obras rodadas en los últimos años por Carlos Quintela, Enrique Álvarez, Alejandro Brugués, Enrique Pineda Barnet, Carlos Lechuga, Juan Carlos Cremata, Armando Capó, Jessica Rodríguez, Enrique Colina, Yaima Pardo, Jorge Molina, Eduardo del Llano, Gustavo Pérez o Miguel Coyula, por solo citar algunos, ofrecen una factura independiente, gestada desde espacios y fondos multinacionales, con la participación de artistas y técnicos cubanos, o no, que se mueven dentro y fuera de la isla. Un cine transnacional, más libre e interactivo, donde pueden encontrarse diferentes estéticas y géneros.

Las nuevas tecnologías, la expansión de internet, la informatización de las sociedades, los procesos migratorios, los cambios operados en las formas de crear, distribuir y consumir los productos audiovisuales han dinamitado todas las estructuras culturales de la isla. Hoy coexisten diversas maneras de sacar adelante un proyecto y los cineastas del país, especialmente los más jóvenes, se vienen integrando a estas dinámicas contemporáneas, que requieren mayores esfuerzos individuales.

Subir un video promocional a Youtube, realizar un teaser o tráiler de su próximo filme, acercarse a los blogs o websites dedicados al cine, elaborar carpetas para defender sus proyectos en un pitching, optar por premios o becas de creación, son parte de la rutina a seguir por todos aquellos que desean realizar sus sueños a través de las imágenes y serán muy raras las obras cubanas que no hayan recurrido a estos procedimientos en el último decenio.

El crowdfunding (percibir financiamiento de personas conocidas o anónimas, gestionado a través de plataformas digitales ubicadas en la web) se ha convertido, por ejemplo, en una opción interesante para aquellos que desean impulsar sus películas. Aunque en Cuba la conectividad es funcionalmente pobre y las productoras independientes no cuentan con amparo legal, creadores como Miguel Coyula (Corazón azul), Jorge Molina (Feroz), Ricardo Figueredo (Juan sin nada), Armando Capó (Agosto), Enrique Álvarez (Venecia), o Camila Carballo (Lobos) han probado suerte con este recurso e incorporado sus propias iniciativas.

Plataformas populares como Verkami, fondos como el Cinergia, el Hubert Bals, los que ofrece la Aecid de España, la Americas Media Initiative desde Estados Unidos, la Fundación Príncipe Claus de Holanda o Cosude desde Suiza han beneficiado durante años a muchos de nuestros creadores. No son las únicas vías y, desde luego, ellas también tienen sus intereses y trazan sus límites.

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Generar apoyos para, por ejemplo, una película de terror, un relato fantástico o una obra experimental puede encontrar resistencia en ciertos entornos, mientras que aquella que atienda quizás los asuntos de género, las temáticas medioambientales o el impacto de las crisis globales en los individuos, obtiene mayores beneplácitos y ayudas. Todo está en saber colocar y vender tu idea,  encontrando ese agujero negro a través del cual puedas transitar con tu proyecto.

Aunque el término cine independiente se ha impuesto en Cuba, es bueno aclarar que por el momento se trata más de una actitud, una autoridad que tiene más de simbolismo que de realidad. Prácticamente todo el audiovisual que se hace en el país debe contar con las licencias y permisos que solo ofrece por ley el Estado, a través del ICAIC, la Televisión o alguna otra entidad oficial. Cerrar una calle, contratar actores, filmar en determinados espacios, tramitar fondos, entrevistar a ciertas figuras o funcionarios necesitan de esas autorizaciones. Mientras más complejo sea el proyecto mayor será la dependencia a esas licencias.

De todas formas, muchos de nuestros cineastas han dejado atrás el tutelaje institucional, articulando nuevas estrategias  para desarrollar  proyectos audiovisuales. Podrán tener mayor o menor éxito, porque nada es perfecto en esta vida, y los filmes con finales felices no están de moda. Para ellos el tiempo de hacer cine es ahora y en este instante.

Así que, con ley o sin ley de cine, los cineastas ganaran la emulación.

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Publicado originalmente en el sitio OnCuba y enviado a ELCINEESCORTAR por su autor para su republicación.

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