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ELCINEESCORTAR publica esta reseña que nos envía el poeta, dramaturgo y crítico Norge Espinosa acerca de un documental que en la Cuba del Período Especial, hace veinte años, mostraba una arista de la sociedad de la Isla que luchaba por integrarse a la idea de una nación más diversa y consciente de sus cambios. Que esa preocupación aún perdura, es cosa que, a dos décadas de la aparición de «Mariposas en el andamio», sigue en pie, ahora que volvemos a sus imágenes.

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De haber tenido alguna relación con la IX Jornada cubana contra la homofobia, que acaba de tener este pasado fin de semana su minuto de gloria, me hubiera empeñado en que los 20 años de mi primer encuentro con este documental no quedaran olvidados.

Construir una comunidad significa construir también su noción de memoria, alentarla desde el repaso del hallazgo y la pérdida, levantando sobre los fragmentos del pasado una imagen que puede explicar las angustias y proyectos del presente, en un índice más profundo que el simple festejo o la voluntad de soñar durante una noche de gala.

«Mariposas en el andamio», dirigido por Luis Felipe Bernaza¹ y Margaret Gilpin, es uno de esos raros documentos que nos habla de una memoria específica, de un tiempo en el que se aceleraban y avizoraban cuestiones en las que hoy, desde la sexualidad, las políticas sexuales, las libertades y los deseos entendidos y no solo tolerados, se ha ganado algún terreno y también falta mucho por hacer.

Volver a verlo, repasar sus secuencias, escuchar otra vez los testimonios de quienes en él, más que aparecer, se confiesan, da la medida de lo que era en aquella isla de 1995, en pleno Período especial, salir a la calle para ser esa identidad, ese rostro sobre el rostro que eligieron los que, durante esa estación tan dura, protagonizaron la oleada del transformismo entre nosotros.

Por supuesto que no fueron los primeros. Rastreando en la desmemoria, se pueden encontrar señales de otros que se atrevieron a desafiar la moral machista y homofóbica para convertirse en mujeres idealizadas, bajo las luces de algún escenario más o menos clandestino, en la Cuba prerrevolucionaria.

Lo que este documental intentó y en gran medida logró (y también a su modo lo hace «Y hembra es el alma mía», que dirige Lizette Vila en 1994), es recolocar al travesti y al transformista en un espacio social que le fue vedado, donde se le negó y entendió como un dilema no solo sexual, de género, sino también político. El hombre que elige prendas y comportamiento femenino representa una interrogante demasiado abierta cuando de otras operaciones de cambio se trata, y el terreno de la ambigüedad, reino primordial del travesti, parecía demasiado sospechoso.

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En «Mariposas en el andamio», que vuelvo a ver a dos décadas de aquellos días calurosos en que se grabaron esas secuencias, no se aspira solo al retrato solitario del travesti, como lo propone Lizette Vila, sino a una idea más compleja, y en cierto modo aún irresuelta: la construcción de una comunidad en la cual esta persona pueda no sentirse excluida, y que en el margen mismo (el espacio del filme es La Güinera, una comunidad marginal en las afueras de La Habana) puede hallar no solo una razón, sino un rol articulado con el respeto y los riesgos de tal ámbito.

Idea de una Cuba que pueda abrirse a esos y otros modos del deseo y el autorreconocimiento, «Mariposas en el andamio» funciona como el retrato de una utopía imperfecta, engalanada, en sus noches de desborde, por estas divas que sin demasiado respaldo de nadie exigieron sus coronas de papel.

Aquí están esas extrañas heroínas, las que se atrevían a pegarse las uñas postizas con pegamento rudo, las que optaban por lograr un maquillaje con papel carbón, las que se arriesgaban a perder un ojo con tal de salir luciendo las pestañas más largas, elaboradas sabrá Dios con qué alquimia impensable. Coincidiendo con las fechas en las cuales Severo Sarduy es mencionado nuevamente entre nosotros, ellas son la relectura viva y tropical de las travestis que el camagüeyano admiraba en las páginas de su libro «La simulación» o en sus novelas desenfrenadas. Hipertélicas, como aquellas, estas las superaban en inventiva, eran reinas de una guerrilla dispuesta a lo que fuera, en aquel momento de escasez espartana, a fin de lucir un traje insólito, y deslumbrar a hombres y mujeres con el número largamente ensayado.

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En esa comunidad de ciudadanos comunes, de un alto índice de criminalidad, encontraron un escenario muchos de ellos, y aparecen en este documental cantando un tributo a las divas del cuarteto Las D´Aida, ya enfundadas en sus vestuarios, o en traje de casa, sin la peluca ni los guantes, aprendiendo los pasos de la nueva coreografía. También, a su modo, ellos narran lo que fue esa Cuba, ese momento en el que tantas ideas se desplomaron y surgieron nuevas encarnaciones, se hilvanaron nuevos deseos, se impusieron otros códigos en una hora de sobrevivencia.

Hermanas de Gunilla, aquel transformista devenido leyenda, llenaron una zona de nuestra literatura. Sobrepasaron el estereotipo para quedarse, así sea en filmes o relatos de calidad mediana o francamente mala, aspirando a que un libro mejor, un mejor fotógrafo, un cineasta suspicaz, las devuelva como protagonistas de una Habana luchadora, tan ajada como fascinante. La Habana y otros sitios, no olvidemos ese espacio de batalla ganado a fuerza de voluntad que es El Mejunje de Santa Clara.

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Luis Felipe Bernaza

Una secuencia aún no estructurada del todo como ciclo, permitiría ver algunos de esos documentales que dieron fe de esas y otras expresiones en una órbita asombrosa. Habría que verlo junto a «No porque lo diga Fidel Castro» (la primera pieza de esta saga: Graciela Sánchez, 1988, Escuela Internacional de Cine y TV), «Gay Cuba» (Sonja de Vries, 1995), otros dirigidos por la propia Lizette Vila, y desde ahí enhebrar una serie mucho más pródiga de lo que se cree. Imperfecta, a ratos escamoteada, perdida en archivos privados o semipúblicos, pero que han ido argumentando la presencia del homosexual, el gay y la lesbiana, el travesti, el paciente de Sida, etc., en un paisaje donde mucho se les negó.

La memoria persiste en esos audiovisuales, sosteniendo la idea de un país que pareciera condenado a repetir la misma interrogante en una espiral que a ratos se atraganta, se cierra demasiado sobre sí misma. Y que ampliando el diálogo a lo que en el resto del continente se produce, nos haría llegar a documentales tan recientes y estremecedores como «Morir de pie», de la mejicana Jacaranda Correa, en el que lucha política, cuerpo lacerado, transexualidad y libertades se unen en un modo tan explosivo como convincente.

En esa secuencia, «Mariposas en el andamio» viene a ser algo así como nuestro «Paris is Burning» (Jennie Livinsgton, 1990), pero también es algo más que eso: añade voces de responsables sociales y políticos empeñados en abrir un terreno libre de ciertas fobias en esa comunidad que se reconstruye (literalmente, como sucedía en ese entonces en La Güinera con obras de edificación de nuevas viviendas), que se expresan desde sus cardinales. Médicos, jefes de la zona policial, padres y madres, son parte de ese álbum donde lo kitsch y lo melodramático se unen, como telas diversas sobre el mismo traje de fantasía que luce con orgullo alguno de sus transformistas, a manera de collage que se hace ver, por encima de todo ello, como acto de posibilidad y desafío.

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La política atraviesa una y otra vez el documental. La política familiar y la pública, los recuerdos de golpizas y rechazos, las maniobras que permitieron a muchos de estos artistas no profesionales subir a ciertos estrados en las noches de celebraciones oficiales en una barriada de machos pendencieros para seducirlos con sus artificios, con las figuraciones de una Ednita Nazario vecina, de una prima fantasma de Ángela Carrasco. El repertorio sentimental de la época está incluido en el documental, y en sus créditos llueven los nombres de Lisette, los Pimpinela, Maggie Carlés, La India, Ana Gabriel, Daniela Romo, Raffaella Carrá, Lupita D´Alessio, Valeria Lynch, o Rocío Jurado, que integran esa galería, contrapunteada por “Mariposita de primavera”, del Trío Matamoros, o la muy aguda “Él tiene delirio”, uno de los mejores temas cubanos dedicados al homosexual y a sus avatares en nuestro país, debido a Pedro Luis Ferrer.

La crudeza de esas confesiones, la simplicidad de su puesta en pantalla, la elección de priorizar los rostros y la urgencia de ese momento antes que la belleza de una toma, acaba ganando una pátina que da otra textura al documental, ambicioso en su hora y algo más de metraje, tratando de apretar el estado de ánimo de ese punto habanero en el cual una hija saluda a su padre cuando este ha terminado de interpretar un número de rompe y raja, envuelto en los tules de su encarnación nocturna.

A diferencia de otros audiovisuales, en este hay un contraste permanente entre ese mundo y el de la lucha cotidiana. Una lucha que para el travesti no termina, porque aparentar ser más mujer que una mujer es una batalla en la que no se acaba nunca. Ahí está, entre esos perfiles, el de Imperio, hoy, junto a Estrellita y algunos más, ubicado en lo mejor del transformismo cubano.

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No deja de ser notorio que este y esos documentales que mencioné, en algunos casos, preserven el ritmo y la dinámica de estas cuestiones en un momento en que se carecía de una agenda pública de acción sensible al respecto. Ni en los créditos de «Mariposas en el andamio» ni en los de «Y hembra es el alma mía» se menciona al Cenesex, ya existente, y que luego aplicaría sus empeños en la dignificación de la figura del travesti según los preceptos de esa institución, que tardaría algo más de una década en abrir finalmente un arco de acciones públicas en pos de nuevas demandas a favor de gays y lesbianas en la Isla.

Muchas de esas demandas están ya anunciadas, son perfectamente visibles, en los momentos más amargos de «Mariposas en el andamio». Tienen que ver con el respeto, con la libertad con la cual un individuo imagina los usos e independencias de su cuerpo, con el diálogo frontal y no con la tolerancia, con la voluntad de ganar una voz, aunque parezca la de una diva ajena, que más allá de la mascarada, enuncie otras exigencias y potencialidades.

La hora actual, a veinte años del día en que vi por vez primera «Mariposas en el andamio» amplifica el eco de esas demandas, más allá incluso de los progresos del Cenesex, y nos recuerda que no hablamos de algo limitado a la opción sexual, a la forma de aparecer ante el espejo de los otros, sino de una estrategia que abarque muchas otras razones de cambio. Variables y flexibilidades que, desde la memoria, nos digan que esta es una lidia de mucho tiempo, y sin cuyo recuerdo o conocimiento cabal corremos el riesgo de estar recomenzando siempre desde el mismo punto cero.

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La pregunta inevitable, una vez que se ha visto todo el documental otra vez, es la de querer saber qué ha pasado con todos esos rostros, con esas personas, con esas biografías que se asoman a «Mariposas en el andamio». No puedo preguntárselo a Bernaza, hoy, 17 de mayo, Día mundial de lucha contra la homofobia y la transfobia (y del campesino cubano, y de la lucha contra la hipertensión, de la Constitución Noruega, Día internacional del reciclaje, Día mundial de la internet, de las telecomunicaciones, de la Armada Argentina, etc…) porque lamentablemente falleció en el 2001.

Hubiera sido espléndido saber qué piensa hoy de este documental, hecho con un pequeño equipo, de manera independiente, sin el apoyo de grandes medios, y oírle hablar de lo conseguido en Cuba a favor de esa posible comunidad LGBTIQ y de lo que aún nos falta, cuando tantas naciones cercanas dan pasos que muchos creyeron impensables y aún perdura el recelo policial en las noches, y los crímenes de odio contra esa comunidad rara vez logran una denuncia pública.

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No está él, pero en algún sitio de La Habana está Margaret Gilpin, su cómplice en esta aventura. Llamo a su número, trato de localizarla, y me responde su contestadora. Sé que debe andar no muy lejos y me digo que persistiré. Que daré con ella para hablarle de «Mariposas en el andamio», de los 20 años de este documental, de lo mucho que le agradezco el que haya preservado ese fragmento incómodo y necesario, para indagar si sabe algo más acerca de quienes le confiaron sus vivencias en ese lugar llamado La Güinera.

Insisto. Insistiré. Tengo todo el 17 de mayo para seguir llamándola, hasta lograr que levante su teléfono.

Referencias:

  1. Filmografía de Luis Felipe Bernaza: «El piropo» (1978), «El señor del cornetín: Arturo Sandoval» (1982), «Hasta la reina Isabel baila el danzón» (1991),  «De tal Pedro tal astilla» (1985) y «Vals de La Habana vieja» (1989)

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