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«Santa y Andrés» no es una película cómoda de enfrentar. Forma parte de esa tendencia reciente del audiovisual cubano que alguna vez nombré “cine forense”, porque con sus historias se proponen diseccionar un pasado reciente que jamás ha sido examinado críticamente en nuestra esfera pública.

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Tomado de IPS Cuba

«Santa y Andrés» (2016), de Carlos Lechuga, comienza con un cartel informativo que, por reduccionista, contrasta con las complejidades y sutilezas humanas que más tarde encontramos desarrolladas en la historia. En ese cartel se nos avisa de un país donde el gobierno revolucionario ha decidido eliminar las lacras sociales, confinando al ostracismo a todo aquel que no cumpliera con los parámetros estipulados.

Se trata de uno de esos carteles con tufo a pedagogía que suelen aparecer en las películas (lo mismo si pertenecen a lo peor del realismo socialista o a la modalidad light del Hollywood escolar), cuando los realizadores quieren asegurar que se les entienda de modo transparente en cualquier parte del planeta.

No digo que en la mente de algunos (no solo dirigentes) esa fantasía mesiánica no siga funcionando de modo vehemente. Son los que hablan del bienestar de la “humanidad” (pensada en abstracto), sin reparar en las consecuencias que pueden traer sus acciones u omisiones para los seres humanos concretos, sus vecinos de carne y hueso. Y también sé que gracias a esos desvelos “salvadores” todavía se piensa en la realidad que construimos a diario desde la perspectiva binaria: ellos o nosotros; conmigo o contra mí.

delfin 11El problema es que, con un cartel introductorio como ese, «Santa y Andrés» corre el riesgo de condicionar una mirada que más tarde se moverá en el paisaje que nos muestra, con el prejuicio de quien ocupará la silla de Santa (transformada en nuestra cómoda luneta) sabiendo que no habrá debate, sino en todo caso acusación: lejos de abrir una discusión sobre nuestras memorias históricas, que son múltiples y encontradas, estará llamando a ubicarse en el otro extremo, en el extremo excluyente de quien, en su momento, fue excluido.

Lo curioso es que ese cartel está simplificando de un modo brutal lo realmente hermoso del filme: el canto a la fraternidad entre cubanos.

Porque esta es una película sobre el carácter (ahora sí) mesiánico de la fraternidad, en un contexto donde se nos prohibió ser tierno (o por lo menos, comprensivo) con el diferente, y donde la solidaridad humana fue sustituida por la unidad ideológica, que siempre será la de un grupo que comparte ideas políticas, es decir, mucho menos que lo que demandaría la solidaridad de toda una nación.

En el fondo, «Santa y Andrés» está ilustrando cómo ha funcionado en la Cuba revolucionaria lo que Bretch señalara alguna vez: “Nosotros los que preparamos el camino de la amabilidad, no podemos ser amables entre nosotros mismos”.

De allí que no sea una película cómoda de enfrentar. Forma parte de esa tendencia reciente del audiovisual cubano que alguna vez nombré “cine forense”, porque con sus historias se proponen diseccionar un pasado reciente que jamás ha sido examinado críticamente en nuestra esfera pública, un pasado que forma parte de la memoria más conflictiva de la nación y que no en balde son los realizadores más jóvenes los que van sintiendo una lógica curiosidad por saber qué pasó, qué ha existido más allá de lo que el discurso oficial ha contado, ha exaltado o ha omitido.

La reconstrucción de esa memoria colectiva desde una perspectiva rashomonesca sería el eje temático a partir del cual podrían agruparse ciertas cintas filmadas en lo que va del nuevo siglo, como pueden ser «Rara avis: El caso Mañach», «Los amagos de Saturno», «La obra del siglo», «El acompañante», «Memorias del desarrollo» o «Severo secreto», por mencionar algunos de los audiovisuales cubanos que conminan al espectador a enfrentarse de una manera crítica con un conjunto de hechos o individuos que, hasta ahora, han permanecido en el trasfondo de nuestros relatos históricos.

Y es lógico que la mayoría de esas películas permanezcan en lo sumergido. En un contexto tan polarizado en lo ideológico como el nuestro, seguimos suscribiendo una agenda pública en la cual el arte jugaría el papel de lo complementario. No quiere decir que los realizadores no hagan sus películas aspirando a la autonomía del artista, pero es tan omnipresente el imperativo político visto desde “lo revolucionario”, que ahora mismo sería impensable sustraer a esas películas de las miradas que construyen las interpretaciones sobre la base de principios y demandas ajenas al arte.

Lo lastimoso es que, al principio, cuando empezaba la Revolución, se tomaban en cuenta los matices. Habría que regresar una vez más a “Palabras a los intelectuales” y al Fidel que, en aquel discurso, aseguraba con total convicción:

“La Revolución debe tratar de ganar para sus ideas la mayor parte del pueblo; la Revolución nunca debe renunciar a contar con la mayoría del pueblo; a contar, no sólo con los revolucionarios, sino con todos los ciudadanos honestos que aunque no sean revolucionarios, es decir, que aunque no tengan una actitud revolucionaria ante la vida, estén con ella. La Revolución solo debe renunciar a aquellos que sean incorregibles reaccionarios, que sean incorregiblemente contrarrevolucionarios”.

¿Cuándo fue que comenzamos a perder de vista esas sugerencias? ¿Cuándo permitimos que el pensamiento sectario se consolidara, propiciando la llegada de un Quinquenio Gris (o Decenio Negro) que puso en la lista de contrarrevolucionarios a aquellos que solo defendían el derecho a expresarse críticamente dentro de la Revolución? ¿Cuándo convertimos a Andrés en un desafecto al que había que poner en cuarentena por temor a que contaminara a las multitudes?

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Me parece un error que le pidamos a «Santa y Andrés» que describa todo lo que ha sido la compleja realidad cubana en estos años. Por supuesto que Andrés no representa a toda la intelectualidad de la nación, ni sus desventuras describen lo que ha sido la complicada construcción de un sistema institucional de la cultura. Eso habría que pedírselo a los informes que anualmente se entregan en forma de reporte y balance.

El arte es otra cosa: ilumina los dramas íntimos y muchas veces minúsculos que convierten a la existencia en algo dinámico, doloroso y en perenne construcción. Y el cine, si se quiere arte, no está para tranquilizar las conciencias de quienes lo consumen: el cine, en todo caso, nos ayudaría a ser mejores personas, poniendo delante de los ojos la ambivalencia de nuestra condición humana, esa donde conviven lo heroico con lo anti-heroico, lo grave con lo insobornablemente leve.

Se le podría objetar a la película que el personaje de Santa, a la larga, termine “santificando” a Andrés a través de una exposición que no pasa del martirologio, creándonos un vacío a la hora de entender la humanidad del último. Pero esa tal vez sea una lectura más bien fácil, que funciona sobre la base de una interpretación que opera de acuerdo con los mensajes explícitos o implícitos presentes en el texto.

A mí me gustaría, en cambio, ensayar una lectura más sutil desde lo sintomático, apreciando aquello que sus realizadores han revelado de modo involuntario o inconsciente, porque formaría parte de una producción espiritual mayor que responde a las demandas de la época, más que a las demandas de un grupo o un autor en sí.

Tomemos como ejemplo algo que en el plano semiótico daría mucho para hablar: los abrazos en el audiovisual cubano.

Si revisamos la historia del cine cubano, observaríamos que «Fresa y chocolate» es, de algún modo, la cinta que inaugura la representación del abrazo como dispositivo dramático y culminante dentro de la trama. Diego y David se abrazan al final de la obra y, pese a sus diferencias, terminan fundidos en esa imagen que aún perdura en nuestras mentes.

Antes de «Fresa y chocolate», los abrazos entre personajes con visiones diferentes de la vida apenas existían en el cine cubano. Al ser un cine esencialmente de reafirmación, los personajes mostraban pocas dudas dentro de sí. Casi siempre confrontaban con “los otros” sumidos en un sopor teleológico donde los puños cerrados clausuraban cualquier tipo de crecimiento inter e intrapersonal.

Diego y David inauguran una tradición que hoy puede verse prolongada en los abrazos climáticos de «Video de familia», «Miel para Oshún» y «Barrio Cuba», «La vida es silbar» o, más reciente, en los de «Conducta», «El acompañante», «Últimos días de La Habana» o «Ya no es antes», por mencionar apenas algunas.

Ahora, con «Santa y Andrés», el abrazo entre sus protagonistas enfatiza el carácter predictivo de un gesto que pone a hablar a una nación que busca reconciliarse más allá de las diferencias, las heridas, los errores y las sombras.

Esa es la utilidad mayor que le veo a una cinta como «Santa y Andrés»: que nos pone frente al dolor, pero no para quedarnos en la memoria traumática y resentida, sino para curarnos, ser mejores personas que antes y, como Santa, crecer.

Fotos y cartel: © Filme «Santa y Andrés»

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