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El poeta, dramaturgo y crítico de arte Norge Espinosa se suma a la polémica sobre «Santa y Andrés», un filme aún «invisible»

Cuando me confirmaron que el segundo largometraje de Carlos Lechuga  «Santa y Andrés»  no estaría programado durante la venidera edición del Festival Internacional de Cine de La Habana, mi primer pensamiento no fue para ese joven director, sino para Delfín Prats.

delfin_13La vida del notable poeta holguinero, ganador del Premio David de 1968 con su poemario «Lenguaje de mudos», sirvió de inspiración para este filme. Aquel libro, a pesar del galardón, nunca llegó a las librerías: se consideró que sus textos mostraban un costado decadente de la vida cubana del momento, en particular la vida nocturna de algunos jóvenes en La Habana, y salvo algunos ejemplares salvados por puro milagro, toda la edición se convirtió en pulpa.

A casi cincuenta años de aquellos acontecimientos «Santa y Andrés» propone una suerte de rehabilitación, a toda pantalla, de quienes como Delfín pagaron con silencio y prisión el precio de lo que les dejó expresar el talento. No fue el único que sobrevivió a todo ello y que guarda aún consigo ecos del trauma que tal cosa les provocó. Pero entre todos, ese sobreviviente que fuera lentamente recuperado a partir de la edición de «Para festejar el ascenso de Ícaro», en 1984, permanece aquí y ha dejado, mediante entrevistas y apariciones en documentales, un recuerdo pesaroso de todo ello, al tiempo que se aferra a seguir pensándose como un escritor que pervive en los márgenes.

Quien recuerde los minutos finales de «Conducta Impropia», encontrará allí a René Ariza: poeta, narrador y dramaturgo que en 1967 ganó con «La vuelta a la manzana» el Premio de Teatro José Antonio Ramos de la UNEAC, un año antes de que Antón Arrufat obtuviera ese lauro con su ya mítica reinvención de «Los siete contra Tebas». Tras varios de prisión, Ariza logró salir hacia Miami, y es su voz y su mirada perdida la que cierra el polémico documental de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal. Salvo esa obra que menciono, nada suyo publicaron las editoriales cubanas. La parametración, que se impuso a partir del I Congreso de Educación y Cultura en 1971, borró su nombre de los escenarios y las editoriales.

En ese documental, y otros como «Havana», de Jana Bokova, se deja ver Reinaldo Arenas, el narrador más extraordinario de su generación. Y en «Seres extravagantes», de Manuel Zayas, el propio Delfín narra sus avatares, lidiando con los recuerdos tanto como con los tics y temblores que esas memorias le infligen a su cuerpo. Lo que narran ellos en esos y otros instantes es la manera en que han logrado sobrevivir, mal que bien, a la realidad que intentó pulverizarlos, que les arrebató públicos, lectores y audiencias, que les impuso como castigo la invisibilidad que el poder puede hacer sentir a los intelectuales, artistas y ciudadanos que no se repliegan a lo dictado por ese mismo orden.

delfin_11En ellos se inspiró el filme «Santa y Andrés», ahora también invisibilizado, que obtuvo el año pasado el Premio Coral al mejor guion inédito. La rabia y el deseo de venganza de Arenas, la pupila delirante de Ariza, el desasosiego de Prats, son también parte de nuestra historia, nuestra memoria y nuestra cultura, consecuencias de hechos innegables, que ellos hicieron pervivir mientras les han acompañado las fuerzas. José Mario, Jorge Ronet, Guillermo Rosales, Lina de Feria: la lista podría continuar, pero no siempre están a la mano de nuevos espectadores y lectores en la Isla esos testimonios, a fin de que coloquemos esos nombres debidamente en el lugar donde aparecen como espacios en blanco. O en negro.

En el filme de Lechuga un escritor caído en desgracia es vigilado por una mujer, que se sienta ante la puerta de su casa para controlar cada uno de sus actos. Como en la célebre anécdota de Borges, quien tuvo un espía comandado por el gobierno peronista para seguir sus pasos, Andrés y Santa terminarán también hallando una manera de dialogar, a pesar de sus muy diversos criterios sobre lo que viven y cómo lo viven. Imaginar que personajes tan distintos, tan opuestos, hallen un espacio común, parece ser el pecado original de la película: algo que también operó contra «Fresa y Chocolate», retardando su presencia en las pantallas de la televisión cubana por más de una década.

La visión extrema que opera aún en la mentalidad de algunos funcionarios y burócratas prefiere imaginar que entre el escritor, el artista y sus vigilantes no puede haber conversación alguna: que el mecanismo de silencio que se le impone a ese irreverente es tan eficaz como para que ninguna palabra pueda ayudarle a explicar el por qué de sus desacatos. Que el escritor del filme sea, además, homosexual pone otra piedra contra su nombre, en un país que aún no ha reorganizado debidamente sus memorias acerca de la represión contra gays y lesbianas, convertidos en peligro político según la imagen de la Cuba post59, en la que no solo se les tildó de enfermos o habituales chistes de relleno sino que, además, se les redujo o acalló en tanto problema político, conduciendo a no pocos a los campos de trabajo forzado de las UMAP.

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Ese recelo pervivió y pervive, como se demostró durante los actos de repudio del Mariel, y retornará de otras formas mientras no se transparenten esos hechos, mientras la Historia no nos pertenezca desde esa perspectiva que organice con equilibrio todos los contrastes que han sido el devenir de la Nación, para bien y para mal, y también las pequeñas biografías puedan ser imágenes en esos repasos demasiado triunfalistas o absolutos.

Tal vez a ello podría ayudarnos «Santa y Andrés». Pero no lo sabremos del todo hasta que, con sus virtudes y defectos, pueda ser vista como una obra cinematográfica dentro de la línea crítica que ha sido uno de los puntales de nuestras mejores piezas para la pantalla. Hablar de este filme, intentar su defensa y reclamar que se exhiba en el espacio correcto, es una maniobra ardua cuando se sabe que pocos han podido verlo.

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Lechuga resultó ganador del XI Premio SGAE de Guión Julio Alejandro, el galardón para guionistas más importante en Iberoamérica y España, entregado dentro de la gala de clausura del 40º Festival de Cine Iberoamericano de Huelva.

No parece haber servido de mucho el premio que mereciera el guion, ni el paso por festivales internacionales, como el de Toronto y San Sebastián. La directiva del ICAIC, tratando de hacer el juego del parche, consultó a un grupo de cineastas sobre el largometraje. La aprobación de los colegas de Lechuga no bastó, y otras voces superiores declararon que no sería añadido a la programación del Festival: el evento más privilegiado del audiovisual en nuestro país y que, de vez en vez, ha tenido sacudidas como estas.

Recordemos que a pesar de haber aparecido en el catálogo de aquella convocatoria pasada, «Regreso a Ítaca», filme de Laurent Cantet sobre novela de Leonardo Padura, sufrió lo mismo. Y otros ejemplos nos demuestran que no siempre es la comisión de selección quien otorga la aprobación final a la muestra de cada diciembre.

En la nota publicada por Alejandro Ríos en El Nuevo Herald, es el Festival y su director quien recibe los peores golpes. Sospecho que al crítico no se le debió escapar que ahí deben haber intervenido otros nombres y entidades, mucho más poderosas que la directiva del evento, para lograr lo único que podemos contar ahora acerca de «Santa y Andrés»: esta decepción, este volver sobre los mismos temores y traumas, que la invisibilidad impuesta al nuevo filme nos hace sentir otra vez.

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Claro que, por su importancia y por el espacio ganado durante casi cuatro décadas de ediciones, es al Festival a quien le toca dar la cara. Pero no hay que ser ingenuos al respecto, y valdría elevar esas mismas preguntas a otros decisores, al parecer muy preocupados por cómo nuestros jóvenes artistas revisan estas y otras historias, ausentes en la memoria y la órbita del cine cubano, cada vez más alejados de la institución y apelando a patrocinios y fondos independientes para seguir produciendo obras provocativas.

Ese es el dardo oculto tras las acusaciones de un fantasmal redactor, que poco antes de que se supiera la decisión final sobre «Santa y Andrés» ya atacaba al filme desde algún sitio web. Esas voces, esos tonos, esa recriminación lanzada contra el artista que se sale de los márgenes, ya ha sido escuchada: es un eco de Leopoldo Ávila, aquel no menos espectral señor que desde las páginas de Verde Olivo atacaba a Piñera, Lezama, Pepe Triana, Arrufat y Heberto Padilla. Una secuencia de tales andanadas puede ser trazada sin demasiada dificultad, en un ejercicio de falsa polémica a través del cual los que se esconden bajos esos seudónimos pretenden mantener al pueblo y al espectador cubano a salvo de ciertas revisiones que, según lo que nos dicen, únicamente ofrecen armas a los enemigos de la Revolución.

El proyecto de Ley de Cine, el director Juan Carlos Cremata o un estreno anunciado de Teatro El Público han sido víctimas recientes de esas estrategias que no dudan en poner en solfa la obra de creadores reconocidos, sin que existan muchos espacios desde los cuales los atacados puedan dejar en claro sus posiciones y respuestas, más allá de algunas plataformas en la internet que, como bien se sabe, no están tan al alcance de la mayoría como las páginas del Granma.

En todo esto, la pregunta que me agobia es aún más grave: entonces, ¿qué hacer? ¿Cómo operar a fin de expresar nuestro desacuerdo, nuestra opinión, nuestra posición al respecto, que pareciera reducida, más allá de unas pocas palabras, a ver con impotencia cómo no se nos invita al debate, no se nos deja ser parte de algo que no se reduce a la censura o no a una película, sino que adelanta problemas y traumas mayores?

Habiéndose retirado la dirección del ICAIC de esta discusión bajo excusas estrictamente políticas y sin referencia alguna a los posibles valores estéticos de aquello que censuran: ¿qué hacen -puede preguntarse uno- las otras instituciones que deben representar a un artista cubano que se halla, de pronto, reducido a estas circunstancias? Ni la Asociación Hermanos Saíz ni la UNEAC parecen dispuestas a salir de su letargo, ofreciendo al menos un punto de diálogo franco sobre algo que atañe al quehacer de un joven creador cubano.

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En su comentario de OnCuba, Dean Luis Reyes creaba un paralelo entre esta prohibición buscando su antecedente más famoso en la que sufriera «PM», el corto de Sabá Cabrera y Jiménez Leal que desencadenó el cierre de Lunes de Revolución y las «Palabras a los intelectuales». Si bien la analogía es útil para repasar ciertos actos recurrentes, hay un hecho a destacar que los diferencia: «PM» se exhibió en la televisión cubana, y una vez desatada la confrontación, se proyectó ante un grupo numeroso de artistas e intelectuales que pudieron expresar su sentir ante aquel cortometraje, si mal no recuerdo, en la Casa de las Américas, donde fue defendido ante los representantes de la censura..

En un momento más propicio, la Asociación de Cine, Radio y Televisión de la propia UNEAC tal vez debiera haber mostrado algún síntoma de vida, convocando a sus miembros para una proyección del filme y disponiéndose a escuchar sus comentarios al respecto. Pero hoy nadie parece atreverse a jugar esas cartas, y de ahí proviene esa suerte de desamparo que varios de nuestros artistas comparten: el reconocimiento de que, si nos adentrásemos en determinados problemas, no nos veríamos acompañados por quienes deberían representarnos y, al menos, ofrecernos un espacio nítido de confrontación en el que valgan nuestros argumentos.

Que no tenga el atacante el único derecho a expresar su malestar. Que se nos conceda el mismo derecho a la réplica, sobre todo cuando lo que subyace aquí es el recuerdo ingrato de cuestiones mal digeridas, nunca del todo aclaradas, en las que la intelectualidad cubana se ha visto bajo un fuego cruzado. Acelerar esos insultos hacia todo el movimiento de cine independiente cubano es un gesto tan nuevo como más peligroso.

Se hubiese esperado que más allá de los muros de Facebook saltara una contestación a una visión tan estrecha. Pero poco o casi nada de ello ha sucedido. El silencio que predomina es el principal muro que impide cualquier asomo de batalla, más allá de las confrontaciones en las que críticos y funcionarios están ahora mismo, sin que el director ni otros de sus colegas aún expongan sus puntos de vista hacia un problema que hoy se llama «Santa y Andrés», pero antes tuvo otros nombres, y mañana puede tener muchos otros.

Cuando se produjo en el 2007 la célebre guerrita de los emails, desfallecimos muchos tratando de exorcizar definitivamente los traumas provocados por la accidentada historia del diálogo entre el poder político y los intelectuales y artistas cubanos en fechas más o menos recientes. Quienes acudieron a las conferencias organizadas por el febril Desiderio Navarro desde el Centro Teórico Cultural «Criterios», recordarán que no pocas de nuestras esperanzas radicaban en que, por fin, se aclararían puntos oscuros de todo ello, y quedaría a la vista un paisaje menos brumoso de épocas cuyas vibraciones resucitaron con los rostros de Pavón, Quesada, Serguera y otros que se asomaron a la pantalla de la televisión. Tras el primer momento de fervor, y la edición de un volumen que contenía las conferencias iniciales del ciclo, nunca se editaron en libro semejante las que cerraron esa serie, dedicadas a la música rock, el teatro cubano (a mi cargo) y el cine, firmada esta por Juan Antonio García Borrero.

Si bien localizables en internet, no pasaron así a la letra impresa, que es aún el canal más inmediato de conocimiento que sigue teniendo la mayoría de nuestra población. En mi caso, publiqué una versión reducida de mi intervención en la revista Tablas, y el texto íntegro en una colección de mis reseñas teatrales. Lo hice previendo lo que sucedió, a fin de dejar al lector la posibilidad de conocer con mayor exactitud cuánto sufrió y cómo sobrevivió el teatro nacional a la década del 70. En las últimas líneas de esa conferencia, lamentaba que la televisión cubana, provocadora de todo ese ciclo, callara para no dar promoción alguna a nuestras intervenciones, apelando a frágiles excusas en supuesta defensa del pueblo que ahora reaparecen en los ataques propinados a Lechuga y a su obra, para la cual no es aún -nos dicen otra vez- el momento oportuno.

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Lo mismo hizo la prensa oficial, y de algún modo eso nos hizo sentir, por encima del acento fervoroso y de nuestras buenas intenciones, que algo de ello quedaba en el vacío, como privilegio único de los que acudían a esas lecturas, dejando abierto el terreno a lo que tratábamos de combatir con aquellas páginas: la resurrección de posturas extremistas, de terrores injustificados, de recelo ante el valor esencialmente crítico que ante la Historia y sus pasajes más felices y terribles debe o puede expresar el artista. La repetición de ciertas frases acusatorias, el inflamado tono de estas invectivas que regresan de manera avasalladora sin respetar la trayectoria de nombres específicos y conscientes de sus responsabilidades en tanto creadores noveles y consagrados, me hace rememorar esa sospecha. Los exorcismos siguen siendo necesarios. Solo que no se nos deja llegar a los sitios donde esos fantasmas aún siguen ejerciendo su poder.

A fines de la década del 90, cuando lo visité para obtener algún poema inédito a solicitud de La Gaceta de Cuba, Delfín Prats hizo mucho más que eso: me dio el poema y un puñado de fotos de su infancia y juventud.

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© Delfin Prats, cortesía del autor

En el campo cubano, con amigos y parientes, o en las calles de Moscú, se deja ver en esas imágenes color sepia. Las conservo rigurosamente, a la espera de que algún día recuerde ese acto tan dadivoso y me las pida de vuelta.

El rostro de ese muchacho es el de un Delfín previo a todo lo que su mal karma, como ha dicho, le depararía después, y su cara ya no será la misma. En ese rostro, en esas fotos que tengo ahora a mi lado, pensé cuando supe que no vería «Santa y Andrés» en la programación del Festival de Cine.

Ocurre todo esto en un momento muy particular del año, que no ha sido particularmente pródigo en buenas noticias, y puede que alguien piense que preocuparse por la presencia o no de un título en la cartelera de un evento, a la par que suceden otros estremecimientos, es cosa que ya debiera ser noticia muerta.

Pero toca a los artistas e intelectuales, justamente, conectar símbolos, proponer otra lectura de la Historia, entenderla como un proceso donde se entrecruzan palabras y gestos en otra dimensión. En un instante en que la noción de Cuba debe empezar a replantearse, en el que determinados códigos abren otras perspectivas en lo que somos y sobre todo en lo que seremos, en el que el país tendrá que enfrentarse a preguntas impostergables y mayores, la necesidad de estos espacios de visibilidad franca y confrontación sólida es algo imprescindible.

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El filme de Carlos Lechuga discute esa Nación, recuerda bajo qué estremecimientos hemos sido parte de toda esta trayectoria. Pero esa discusión no estará completa hasta que su trama y nosotros mismos, y no solo sus personajes y quienes decidan si podemos verlo o no, se miren cara a cara.

Por eso pienso en Delfín, en su autobiografía, en la de sus contemporáneos, y en nosotros. Personajes de un mismo filme en el que ningún rostro debería quedar invisibilizado.

Fotos del filme: © Filme «Santa y Andrés»

4 thoughts on “Delfín, Santa y Andrés, y nosotros”

  1. Los culpables no son los funcionarios y burocratas. Los culpables tienen el apellido Castro. Esos son los que han sembrado el odio a la cultura y a la libertad.

  2. Más de lo mismo, estas son las cosas que hace uno se cuestione hasta la gente que eligió para que nos representara en la UNEAC. Qué hacen? Por qué no se pronuncia nuestra organización? Hasta cuándo vamos a permtir que la Política Cultural de este País sea una cosa en el discurso y el enunciado y otra en la praxis? Cómo es que «algunos funcionarios y burócratas» pueden más y determinan una política que se supone sostenga un sistema institucional y de promoción de la cultura artística coherente con esos enunciados? Será que son solo unos cuantos «funcionarios y burócratas»? Estoy por creer que no.

  3. Excelente. Valiente. Pero… ¿nadie le ve la lógica a que el ICAIC censure una película que habla sobre la censura? Y que Lechuga agradezca que no va a terminar como Padilla o Prats . . .

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